3 de octubre. Día 1 (III)
No sé leer japonés, pero empiezo a interpretarlo. Aquí hay una clave: si tienes dudas: pregunta (aunque no siempre entiendas la respuesta). En cada estación hay abiertas mil puertas para llegar a un mismo sitio. Es como un libro de “elige tu aventura”, pero el camino, en vez de haciendo trampas, se encuentra con amabilidad.
Aquí los nervios y los gritos están mal vistos. Hay un culto exacerbado a la paciencia, lo que hace que el tiempo vaya más despacio. Es como si hubiera humo de porro en el ambiente, y en vez de enrojecerte los ojos, te los cerrará hasta el punto justo de un cambio radical de perspectiva…
La primera en la frente: salimos por la puerta sur, en lugar de por la central. Vuelta a la estación, nos dan una bandera japonesa de plástico. Viene a Kyoto el presidente del país y hay hordas de viejos amontonados ordenadamente ante los pasos de salida del JR Rail pass. Uno de ellos se apiada de nuestra cara de Jack Sheppard. No habla inglés, ni, obviamente, español, pero con el gesto universal del “sígueme” nos lleva hasta la puerta central. De fondo, la torre de Kyoto, sobresaliendo por encima de una humareda de los autobuses de colores que esperan en la puerta de la estación.
Enciendo el GPS, pero la vista se me va a las alturas. Edificios enormes, caracteres asiáticos y no llueve. Los semáforos suenan coordinados como la batería de Bonham. Si el chastón de frente hace Pi – silencio – Pi – silencio, el bombo de mi izquierda hace: silencio – pi-pi – silencio – pi-pi. Ése es el ritmo a seguir. Una grulla posa para nosotros. Guardo la lógica occidental en mi mochila y empiezo a vivir la vida que viven mis nuevos vecinos. Pausado, entre templos sionistas y budistas en medio de largas avenidas sin fin.
A mitad de una de ellas está mi hotel: Habitación 822, o lo que es lo mismo, la oportunidad de ver una calle desde las alturas. Las farolas vuelven artificial el fondo del recuadro, la cama es más grande de lo que me habían dicho. Hay una grulla de papel dándonos la bienvenida, un water con botones, té para el desayuno…
A veces, viene bien no entender nada. Olvidar el efecto Dunning-Kruger y aprender, que aunque vayamos siendo viejos, siempre hay que dejar hueco para nuevas experiencias. Y para éso, nada mejor que el siguiente paso: perderse por Kyoto con “New Days” de Sekaiichi de fondo…
(Continuará…)
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