Debería estar prohibido morirse sin conocer el Sonorama…
Puede no gustarte la música, o el vino, o el cordero, la morcilla de Burgos, o soñar con los ojos abiertos, pero si respiras deberías tener curiosidad por saber porque much@s, en este país, pensamos que la vida es eso que pasa entre Sonorama y Sonorama.
Evidentemente, no soy objetivo, porque en Aranda conocí a la mujer de mi vida, y con ella a gente maravillosa que ha ido cambiando mi visión negativa del momento en estos seis últimos años de segundos cada día más felices.
Si creéis en los cuentos de hadas, sabréis que no hay historia posible sin claveles, piscinas de juguete llenas de dragones, una plaza llena de trigo (y vino) para que el nudo de la historia tome cuerpo, bodegas bajo tierra, valses transformados en canciones de Xoel, Igloo, Love Of Lesbian, Raphael o el Dúo Dinámico, que los nenes bailan al son que los niños-grandes marcan con sus cachis de Ribera de Duero en la mano y emociones que todos tratan, sin éxito, de contener ante escenarios enormes, autobuses flotantes y tablas donde las futuras estrellas empiezan a brillar.
El 10 de agosto, volveremos a reencontrarnos con gente los lugares más recónditos de la geografía española, lechazos (bien asados claro), camarer@s que nos reconocen como a un cliente habitual y caseras que nos dejan la llave de su casa con la confianza de quien tiene la sensación de conocerte de toda la vida.
Echaremos de menos a l@s que este año no nos pueden acompañar, nos acordaremos de ellos bailando en las sesiones de la plaza del Rollo, o en la Tramoya, o en el Café Central, o cuando las perseidas, que este año van a volar más rápido que nunca, iluminen el cielo de los escenarios.
No hay mejor manera de cargar las pilas para soportar los vaivenes del resto del año que pasar cinco días en Aranda, así que vamos a ver si este año, también, las ilusiones vuelven a saber tan bien.
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