Día 2. Kyoto (primera parte)
¿Cuántas veces os habéis enfadado sin motivo? ¿Os habéis parado a pensar la cantidad de tiempo que hemos perdido en nuestras vidas sometidos al estrés de las prisas?
Sucumbir a la estupidez es algo, casi, natural en occidente. No sabemos estar dos minutos sin mirar al móvil, nos agobia el paso del tiempo cuando hacemos cosas que no nos gustan. Pasamos horas tumbados mirando a las musarañas, dando vueltas en el sofá, viendo la tele, esperando, de mala leche, a esos amigos tardones que nunca llegan a tiempo.
Yo no me había dado cuenta de eso hasta que llegué al templo plateado. ¡Dios! Había tenido un principio de mañana ridículo. Perdido en mil preguntas que nadie sabía responderme: ¿a dónde va el autobús verde? ¿dónde puedo comprar un ticket para montarme en el transporte público todo el día? ¿tenéis café? ¿qué es eso amarillo que tiene este bollo?
Me sentía estúpido. Más que por no saber comunicarme con ellos, porque no disfrutaba de la parte buena de ese desconocimiento. El ansia de saber, nos vuelve gilipollas. Y en el fondo, en esta vida, lo único que importa es saber escoger el camino, o más bien, saber encontrarlo cuando te crees perdido y hasta las brújulas han perdido el norte.
Veíamos la parte superior del templo desde la última parada del bus 100. Pero un olor a horno encendido nos hizo desviar la mirada y la ruta. El estrés me había dado hambre. Y aquella vieja panadería parecía un buen sitio para perder el apetito y apaciguar los nervios.
¡clin! sonó la puerta, para avisar a la panadera. Nos saludó y al vernos paralizados ante tanto panecillo, salió de su mostrador, nos dio unas paletas metálicas y una bandeja y nos invitó a seleccionar nuestro desayuno.
Era difícil. Todo era tentador y parecía más natural que la bollería industrial a la que estamos acostumbrados en España. Quizá por éso aquí hay tanto gordo y allí, aunque las panaderías están igual de llenas, tienen un tipo más similar al de los maniquís de las tiendas.
Elegimos al azar, dejándonos guiar por la vista. Yo un pastel de queso, la adicción de los ratones. Se me hacía la boca agua… y ella un bollo suizo con el sabor del azúcar y el aceite de “nosequé” que usan allí para casi todo.
Los compartimos, de camino al templo. Dentro. Nos acordamos de Tailandia. Los sintoístas no son tan grandilocuentes como los budistas. Pero la paz que allí se respiraba, era diferente a todas las que yo había paladeado en mi vida.
Parecía que los minutos tenían más de 60 segundos. Me quedé embobado mirando a un viejo jardinero, rastrilleando la tierra tras un árbol escuálido. Subimos una cuesta para tener mejor perspectiva del templo. Tiré a un riachuelo las monedas que me habían sobrado de la compra en la panadería. Y me senté riéndome de las gracias de mimo que el jardinero le hacía a una guiri muy risueña que pasaba por allí.
Ella hacía fotos, y yo la fotografiaba a ella. Mientras me preguntaba porque Shugo Tokumaru parece islandés…
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